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¿Quién puede querer a Renato?

Autor/a: Graciela H. López.

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Quien más quien menos, todos habían tenido algún incidente con Renato. O pedía plata y no la devolvía, o llegaba un poco borracho, o le decía groserías a alguna mujer. Burrero, chupandín y marginal, vivía sin trabajo y sin plata, no se sabe muy bien cómo. Sin embargo, era un personaje querible, con permiso para entrar gratis a todos los salones de baile. Era respetuoso de las leyes. De las leyes de la milonga, claro. No empujaba a nadie en la pista, seguía la ronda, y además vivía explicando a los nuevos y nuevas, los códigos que debían seguir allí. Si alguna dama rechazaba su invitación, se ofendía mortalmente, y según usos y costumbres del lugar “le hacía la cruz” o “la castigaba”, es decir, no la miraba ni la invitaba más. Después de un tiempo se le pasaba y hacía lo mismo con otra. Reglas de oro, si las hay. Es que Renato se consideraba con derecho a seducir a todas y cada una de las mujeres de la milonga. ¿Si no, para qué vienen? decía con una lógica hecha a su medida. La mujer que tenía una relación con otro hombre, automáticamente caía bajo su mirada gélida y congelada: “estás muerta para mí”, aseguraba, mientras la chica sentía que un frío mortal le congelaba los huesos. - ¿Ni siquiera me podés saludar? preguntaba. - “Para mí, no existís más” contestaba él. Reglas son reglas. Vividor y mujeriego. De pocas ideas pero inamovibles, así era Renato. Una joyita. ¿Qué le vio ella? ¿Qué pudo encontrarle de encantador, de bueno? Celina no lo sabía, y tampoco le importaba. Se enamoró de él y listo. Sin explicaciones. Ella, fina, elegante, educada en un buen colegio. Ella que fue una madre consagrada a su familia, viuda de un hombre al que amó mucho. Ella. con hijos grandes, ya casados, con muchos amigos y relaciones, pero finalmente sola al llegar a su casa, y a la hora de ir a la cama. Ella, a la que le presentaron un hombre “adecuado y lógico” y se aburrió toda una noche. Si, ella misma, decidió no preguntarse nada y sobre todo no contarle a la familia. Celina había decidido ocultar a los hijos que tomaba clases de tango. Sabía que no lo hubieran aprobado. También sabía que los años habían pasado, y ella, que había empezado a resignarse a ser una abuela, entraba al baile con el corazón saltando locamente de emoción. La mirada de él la había transformado de nuevo en una mujer, y de nuevo atractiva. ¿Y a Renato que le pasó? Nunca podrá terminar de explicarse la cuestión. Al principio, él no le daba “ni bola”, porque a esas minas “finolis, medio estiradas”, él les tenía bronca. ¿Qué se creían? ¿Porque habían leído muchos libros eran más que él? Algunas lo miraban como oliendo mierda. Entonces, se vengaba hablando en un lunfardo que solo él entendía. “En mi barrio hablamos así”, les decía, para provocar. Celina necesitó dos minutos para reponerse del desconcierto. Después le causó gracia. ¿Me enseñás a hablar como en tu barrio?, le preguntó. Ella, que sabía cuatro idiomas. Él le explicó. También le enseñó a bailar mejor, y a morirse de risa, a caminar descalza por la calle a las cinco de la mañana, a esperar el colectivo mientras la besaba y le preguntaba cómo una mujer así se pudo fijar en él. Es que quiero aprender otro idioma, contestaba ella, y no mentía. Un día, insospechada, inopinadamente, Renato cometió por primera vez en su vida, un acto ajeno e impropio de él: le compró a Celina un ramo de flores. Todo un boludo de 62 pirulos haciendo estas pavadas. Lo metió en una bolsa de supermercado para que nadie lo viera y se las dio con bolsa y todo. Ella había recibido flores infinidad de veces en su vida. Pero nunca le habían regalado unas así, emocionadas y escondidas en una bolsa de plástico. ¿Cómo se puede corresponder a semejante gesto? Se le ocurrió invitarlo a su casa y hacerle una comida casera. Desde la muerte de la madre, quince años atrás, él no volvió a saber lo que era una comida hecha en casa. Aceptó, pero con un poco de aprehensión. - ¿Y si vienen tus hijos?, preguntó - Ya estoy bastante grandecita y esta es mi casa. Además, no vienen. Al revés, siempre les reprocho que me visitan poco. Renato sintió el olor de la cebolla friéndose en la sartén, el ruido de la pava en el fuego, el calor de la cocina, y le pareció que siempre había estado ahí, con ella, abriendo latas de tomate, destapando el vino, charlando... Ella le preguntaba cosas, lo trataba como si él supiera mucho. Es que siempre hablaban de tango, y eso sí, de orquestas, por ejemplo, él sabía un montón. Era una noche tan especial... ¡hasta puso la mesa! Se miró en el gran espejo del comedor y lamentó no tener mejor ropa. Le molestaba estar vestido como un berreta. -¿Qué copas hay que poner? preguntó cauteloso. No quería hacer papelones. - Estás re-bien así como estás y poné las copas que quieras, fue la respuesta que llegó desde la cocina. Parecía que le leía el pensamiento. Él se sintió feliz como aquella vez que la señorita Cristina en cuarto grado lo nombró monitor, justo a él que era “la piel de Judas”. Todavía se acordaba el nombre de esa maestra, qué cosa. El timbre sonó cuando aun no se habían sentado. Él vio el rictus de tensión, casi de miedo en la cara de ella. -¿Hay otra puerta para que yo salga?, preguntó apurado -No. El timbre sonó aquí arriba, y además... no quiero que te vayas, pero... Él la notó indecisa y asustada. - ¿Tenés una caja de herramientas? Antes de abrir dámela, ¡rápido! Soy el ayudante del portero, ¿entendiste? Te empezó a salir agua de un caño y me llamaste urgente porque tenés visitas. Ella le hizo caso. Cesar entró, hecho una tromba, vital y apuradísimo como siempre. -¿Qué hacés vieja? ¿Sabés que se me jodió el auto acá a dos cuadras? Tengo una hora hasta que venga el auxilio. Dame el teléfono. ¿Hay café? Ni siquiera notó el desconcierto en la cara de su madre. Ella balbuceó: no.… si... es que tengo lío con el agua... De la cocina salió Renato, la ropa y las manos un poco sucias, con una llave inglesa y una tenaza en la mano, totalmente serio y ubicado en su papel. - Buenas noches, perdón, señora, tengo que ir a buscar una herramienta que me falta, ahora vengo. Dejé cerrada la llave de paso. Ella le vio dos chispitas en los ojos, y no pudo menos que seguir el juego, mientras por dentro le bailaba un regocijo en todo el cuerpo. Le abrió la puerta de servicio. Él salió, todo compenetrado, contento de tener esa ropa, que ahora lo ayudaba. Celina cerró la puerta, aliviada, admiradísima y divertida al mismo tiempo. Tomó café con su hijo y charló de buen humor. Cuando por fin se fue y llegó de nuevo Renato, se abrazaron muertos de risa y de nervios. Mientras él se lavaba las manos y hablaban los dos al mismo tiempo, en medio de carcajadas y de una gran jarana, ella supo que estaba aprendiendo el nuevo idioma a pasos agigantados.


Fuente: Secretos de una Milonguera


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